lunes, 17 de mayo de 2010

Capítulo 2: ''The K World''

The K World

Corría ya el año 2006, y (de nuevo casi sin darme cuenta) había empezado ya el año lectivo del séptimo grado. ¿Cómo iba a saber yo que con mis 13 años que llevaba en la tierra, ese nuevo cambio de ambiente iba a ser tan drástico? Dónde quedarían ahora los aplausos de la gente al ganar un concurso de lectura que, en realidad, a nadie le importaba? Y la formación de filas absurdas al comienzo del día, para la salida al receso, para volver a casa, y hasta para ir al baño?

Me había percatado de que aquel sistema se había impuesto de manera casi total entre todos los y las demás chicos y chicas, aunque debo rescatar a algunos que (de una manera no muy inteligente) salían de aquel molde. Habían tres tipos de alumnos: los que hacían las cosas demasiado bien, los que solo hacían las cosas (que eran los que, en teoría, seguían el sistema), y los que sencillamente no las hacían. Aún no sabía en aquella época en cuál de todos los grupos estaba yo, tenía solo 13 años, y aún no tenía una identidad clara y concisa (aunque asumo que yo lo tenía mucho más claro que muchas de las personas con las que me relacionaba en aquel entonces), pero lo que si tenía claro era que no quería pertenecer a aquel molde, no quería obedecer aquel sistema, y no quería verme como todos los demás. Eso se vuelve muy claro, viéndolo desde la perspectiva que tengo ahora. Había sido un buen alumno con problemas académicos no muy serios debido al cambio de ambiente, al que evidentemente, me costó adaptarme. Conocí a una chica, ni siquiera sabía cómo se llamaba cuando la vi por primera vez. Me sentía identificado con ella, y de un tiempo hasta esta parte se había convertido en lo que siempre había deseado... como amiga. Nos pasábamos los recesos juntos hablando de intereses en común que ella y yo teníamos. Claudia se había convertido en mi confidente, era la persona en la cual podía confiar plenamente cada detalle y cada trozo de mi no muy larga historia de vida. A partir de ahí fue cuando empecé a abrirme aún más al mundo y al ambiente que me rodeaba. Dentro y fuera del colegio había establecido amistades, y eso me había vuelto una persona –un poco- popular (dadas las circunstancias y las penosas creencias de lo que algunas personas entendían por ‘’popular’’, que generalmente se acercaba a la creencia de que realizando actos fuera de lugar, llamando la atención de lo que ellos entendían por ‘’todo el mundo’’, ya lo eran).

Dentro de la institución había tenido ya varios amigos, y no todos ellos eran de mi misma edad. Me había identificado ya con amigos y amigas del octavo grado, mientras que yo aún seguía en el séptimo. Sin lugar a dudas, la persona que me ayudó a conocer todos los ‘’secretos’’ sobre cómo llevar una vida estable dentro de el colegio fue una muy buena amiga (de nuevo, las féminas invaden mis círculos amistosos). Me gustaba pasar el tiempo con ella de repente. Se había vuelto una persona muy importante dentro de mi vida. Andrea era ya un objeto de aprecio para mí. Me había enseñado varias cosas, y siempre me gustaba pasar el tiempo con ella porque siempre se la veía feliz (por más problemas que ella tuviese). Eso no afectó (demasiado) mi relación con Claudia, puesto que no dejaba de lado a una para estar con otra (hasta donde yo sabía).

Me había dado cuenta en aquella época de que me gustaba demasiado la música, y que debía explotar ese talento. Un día, caminando por uno de los tantos pasillos del colegio, me había cruzado con un anuncio en el que se hacía una invitación a jóvenes interesados en formar parte del coro del colegio, cuyas inscripciones comenzaban ese mismo día. Fui a hablar con el profesor encargado, y me había dicho que yo era el primero en presentarme. Me había elegido como su ayudante en aquella época. Con el correr del tiempo, otras personas se integraban al coro, personas de distintos niveles, y hasta de otras sedes que la Institución tenía. Me sentía cómodo formando parte del coro del Profesor René. Era gratificante saber que algo que me gustaba, al ser explotado, generaba frutos, y me reconfortaba la idea de saber que me acercaba (por lo menos) a hacer algo bien.

En aquel entonces, la situación económica nacional había tocado de frente a mi familia. Se había vuelto un tema que se debía tratar con calma. Mi familia ya se encontraba económicamente desequilibrada, lo que forzó a mi padre a viajar al exterior (España), en busca de un futuro mejor para su familia. De hecho, no era mi familia el único caso. La emigración masiva había comenzado ya en el 2004, a causa de la misma crisis económica. Se había vuelto un poco alarmante la posibilidad de que mi padre no pudiese ingresar a España, estando él indocumentado, o como la mayoría de las personas decían: ‘’ilegal’’. Pero él había pasado todas las barreras. Mientras que varias familias soportaban el peso de que sus familiares no pudiesen ingresar a aquel país, y que éstos fuesen devueltos a su país natal, nosotros no. Mi padre había ingresado sin demasiadas complicaciones, y (ya con la ayuda de unos cuantos familiares y amigos residentes en España) se había dispuesto a hacer lo que fue a hacer: trabajar. No le había ido tan mal. Tenía un trabajo honrado, vivía bajo un techo decente, y no le había faltado nunca nada para comer. Su salida del país, estando nosotros (mi madre, mis hermanas y yo) aún en Paraguay, no había afectado en la relación padre-hijo. No pasaba un día sin que en el teléfono suene su voz. Nos manteníamos en pleno contacto con él, a pesar de la enorme distancia que nos separaba. Mi madre se había encerrado en sí misma. Meses antes ya de la partida de mi padre, ella ya no era la misma, y eso era muy obvio. Pero logró superarlo de a poco (creo) y todos comprendíamos su dolor, su añoranza, su tristeza. Con el correr del tiempo, poco a poco nuestra situación se iba estabilizando (económica y anímicamente).

Caminando por las calles paralelas al colegio, un día, me había cruzado con un grupo de chicos y chicas que en sus espaldas y manos llevaban instrumentos. Me habían llamado la atención porque reían a carcajadas, y se sentían (al parecer) muy felices. De alguna manera, yo me sentía identificado con ellos, y quería ser uno de ellos. Hasta sonaba estúpida esa voz en mi cabeza que me decía a mí mismo que quería ser como ellos, por primera vez, quería ser como alguien! Fue la primera vez que me pasó algo parecido a querer ser ‘’algo como’’ o ‘’igual a’’. Entre ensayos de coro, mis estudios, diversión, y demás, no dejaba de pensar en que quería ser uno de ellos. Nunca me había pasado eso, y si esa idea se me pasó por la cabeza, era solo por algo en especial. El tiempo pasó, y fue (creo que) en junio o julio de ese mismo año cuando empecé a interesarme aún mas por la música. Pero algo me había quedado muy claro: no perseguía específicamente la idea de aprender a ejecutar algún instrumento musical (aunque eso era algo que anhelaba), sino mas bien la idea de poder relacionarme con esas personas a las cuales día a día veía cruzar la calle con sus instrumentos en mano día a día, mientras con el cansancio en las piernas de 5 horas de mantenerme sobre una silla, debía permanecer de pie esperando el colectivo para llegar a casa, y sumado a eso un sinfín de conversaciones no del todo absurdas pero, admito que, divertidas.

Entre búsqueda y búsqueda de información vía Internet, en una comunidad para hacer amigos –que ya cierta cantidad de gente manejaba- había encontrado a ‘’uno de ellos’’. Pedro Vázquez, el chico de la guitarra, se había vuelto mi amigo cibernético, y siempre que nos cruzábamos (ya sea de cerca o de lejos) nos saludábamos, mientras él seguía su rumbo con sus demás amigos, y mientras, yo seguía el mío, queriendo ser amigo de todos ellos. No era admiración, pues no los conocía abiertamente. No era aprecio, pues no sabía cómo eran. Era simplemente curiosidad, (la cual -por suerte esta vez-, no mató a ningún gato). Con el pasar del tiempo, rápidamente (ayudado por Pedro, por mi carácter, y por mi pasión por la música), me había relacionado con todos ellos.

Eran cinco personas con las cuales (sin saberlo claramente) me identificaba, y con las cuales me gustaba pasar el rato. Pedro, el guitarrista, Magali, la violinista, Andrea, la guitarrista, y Claudia y Mateo, hermanos mellizos. Mateo era experto maestro de la percusión (baterista específicamente), y su hermana, Claudia, hacía sonar dulcemente una flauta traversa. Sin lugar a dudas, yo me las ingenié para aprender a tocar el piano, y era algo que ellos admiraban en mí. Mi ingenio para con la música, mi forma de verla, mi forma de transmitirla y de sentirla era algo nunca antes visto por ellos. No me había dado cuenta hasta que me lo dijeron. Ellos entendían más de música que yo, y cada palabra de aliento que venía de ellos, me servía muchísimo.

Llegado un momento, y ayudado por sus mecánicas técnicas y mis ingeniosos trucos, quise explotar ese talento que tenía acerca de la música. No me faltaba nada, tenía un profesor, unos amigos capaces de ayudarme, el apoyo de mi familia, y predisposición. Empecé a tomar clases de piano con el mismo profesor encargado del coro del colegio, y un tiempo después ya podía interpretar fácilmente ‘’Somewhere Only We Know’’ de Keane (que fue mi primera canción en el piano). Pedro fue la persona que me ayudó aún mas, me tenía demasiada paciencia, y era algo que yo admiraba mucho. Sin saber nada sobre piano, me ayudaba con las técnicas teóricas, para luego poder llevarlas a la práctica.

Un pequeño detalle que me faltó mencionar: Magali y Andrea eran novias, y eso era algo que sin que ellas me lo digan ya lo había notado. Y (sin darme cuenta), a Pedro le gustaba demasiado un chico al que conoció recién, el cual era muy amigo suyo. No me había dado cuenta, hasta que me dijo que ese chico era yo. No había estado interesado en él en ningún momento. Asumo que, sí, era visualmente atractivo y, mirarlo era muy interesante, pero nada más. Por suerte, solo fue una atracción que no pasó a mayores, y que no alteró nuestra relación amistosa. Éramos ya casi inseparables. No pasaba un día sin que estemos los 6 reunidos, hablando de cosas sin sentido o inventando cosas nuevas. Éramos muy felices siendo ‘’nosotros mismos’’. Nosotros 6 nos identificábamos bastante bien, y era el ingrediente principal para mantenernos unidos. De alguna manera, me había dado cuenta de que, tenía una especialidad muy ‘’especial’’ (valga la redundancia) que me hacía ver las cosas de manera distinta. Se podría considerar como un poder que aunque aún no estaba perfeccionado, ya era notable por mí y por algunas personas: la manipulación pasiva. La idea de meterme en la cabeza de las personas de manera interesante, interesada, cautelosa y hasta a veces seductora, era ya una habilidad de la cual, había sacado el mayor provecho posible. Pero, no estaba perfeccionado sino hasta un año después, más o menos.

Mi familia no había cambiado conmigo: yo había cambiado con ellas. Me había vuelto indiferente a ellos. Me revelaba cada vez que podía y siempre buscaba una excusa para enfrentarme a ‘’ellas’’. Estaba seguro de que lo que hacían era para molestarme y no me daba cuenta en realidad de todo lo que hacían por mí (en especial, mi madre). Era normal. Tenía 13 años y mi vida había cambiado rotundamente (y me desesperaba la idea de saber por fin si había cambiado para bien o para mal). Era muy confuso todo lo que sucedía a mí alrededor. Era muy inmaduro.

Mis amigos eran casi iguales a mí, o yo era casi igual a ellos. Nos llevábamos bien. Claudia y Andrea seguían siendo mis mejores amigas dentro del colegio, y fuera de el, seguía siempre en pleno contacto con Pedro, Magali, etc. Mis herramientas musicales habían empezado a generar frutos, y en cuanto a lo académico no había tenido un gran desequilibrio (excepto con las matemáticas). Seguía siendo yo mismo, solo que un poco más irritante. Era el típico cambio de edad lo que me había vuelto así, y lastimosamente siempre iba contra otras personas. Me descargaba en ellas, y siquiera sabía por qué, y me alteraba eso ya que era un experto en hacer daño a la gente, a mi entorno, por más de que no se lo merezcan. Todo lo hacía inconcientemente, y la fuerza que mis palabras tenían, eran aún más fuerte que mi mejor táctica (por no citar la manipulación): La indiferencia. Era normal a mi edad, no me sentía seguro de mí mismo (supongo), pero era conciente de que eso no estaba bien.

Año 2007. Con no precisamente demasiadas gratificaciones académicas, había pasado ya al octavo grado. El tiempo empezaba a ser un poco cruel conmigo. No me dejaba de amenazar. Me sentía incómodo conmigo mismo, y cada cosa que a otros afectaba, me mataba por dentro. Había conocido a varias personas maravillosas dentro del colegio en aquel entonces. Francisco (Otto) y Rosaura se habían acoplado a Claudia y a mí. Era divertido pasar los recesos juntos y hablar de varias cosas que –en realidad- no interesaban demasiado. Francisco se había vuelto en mi mejor amigo, y Rosaura era una amiga espectacular, con la cual siempre podía contar. Me gustaba pasar el tiempo con ellos porque (una vez más) no eran como los demás. Claudia era mi otra mitad, Otto y Rosaura eran prácticamente mi mundo. Con Pedro y los demás siempre mantuve mi relación amistosa. No cambió de manera significativa esa parte. Era bastante feliz, y lo que era mejor: ya me había dado cuenta del por qué de las críticas de mi familia, y por fin me había percatado de que sus actos eran solamente para mí bien. Estaba a gusto con ellas (salvo pequeñas discusiones normales entre nosotros). Me sentía bastante cómodo, y seguro, y con ganas de vivir. Estaba muy activo en cuanto a actividades varias, así que, con ganas de saciar mi sed de actividad, formé parte del cuerpo de la bandalisa del colegio. Era todo un logro para mi. Me sentí bastante conforme. Suena estúpido, pero, así fue.

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