sábado, 22 de mayo de 2010

Capítulo 7: ''Exilio''

Exilio

Una impresión no muy agradable me habían dejado aquellas carreteras de Barcelona, y en el automóvil, con mi madre y mi hermana, yo había preferido echarme a dormir, e imaginaba que tal vez al despertar, me vería yo tumbado en mi cama, y en el mejor de los casos, en la cama de Simón, teniéndolo tan cerca de mí, como lo sentía en todo momento. Dormí durante casi todo el transcurso del viaje, no quería hablar de nada, y mucho menos sobre lo ‘’agradable que era poder tener aquel sueño casi realizado de una vez’’. Era horrible, pero lo peor, recién estaba a punto de comenzar, y ésta vez, era para rato. Me sentía tan desplazado de la persona que había sido durante dieciséis años, hasta me era ajeno a mí mismo. Nunca había experimentado igual grado de dolor (de ningún tipo), estaba tristemente acorralado.

Bajar las maletas del automóvil para subirlas por las escaleras hasta un tercer piso, no era precisamente la mejor bienvenida. Yo no tenía hambre ni sed, y lo único que quería era, en realidad, hablar con Simón, tirarme en la cama a dormir y no salir. No quería hablar con nadie ni de nada, quería solamente cepillarme los dientes, darme una ducha y dormir. En la puerta de aquel funesto departamento, una ‘’cálida’’ bienvenida de mi prima Silvia, nos había recibido ya con la comida servida en la mesa. Recuerdo que, absurdamente, hasta brindaron por nuestra llegada, y yo que antes de salir de Paraguay, ya quería volver. Seguía teniendo ganas de dormir, y eso hice. Una ducha de lágrimas dio paso a un ligero rebote sobre mi –no muy cómoda- cama. En mis sueños, me veía reflejado en un montón de espejos de mi pasado, que una parte de mí deseaba romper. Una de las primeras cosas que hice después, fue llamar a Simón. Escuchar su voz de nuevo hizo que mi pulso se acelere, estábamos lastimados, y eso se notaba en ambos. Todo eso, dolió muchísimo, pero, por ‘’suerte’’, al conectarnos en el Chat electrónico, la comunicación era más fluida, menos costosa y un poco más ‘’real’’. De igual manera, toda esa situación hacía que todo fuese mucho más difícil de lo que por sí, en un principio, ya era, con la crisis de Paragay, la fiscalía y las múltiples denuncias hacia Simón (en su mayoría, por mi causa). Todo eso era un suplicio, y no veía la hora de que todo eso acabase de una vez, de poder volver sin cadenas a Asunción, estar rodeado de mis amigos, de Simón, de mi entorno natal. Mi añoranza no simbolizaba una cuestión de patriotismo ni un fanatismo hacia lo que Paraguay tuviese, sino más bien, por la simple razón de que todo lo nuevo me era ajeno y viceversa. Necesitaba sentirme parte, y en Valls, nada (ni nadie) hacía que yo me sintiese parte de nada. Desplazado, una vez más, Kuko. Desolado, una vez más, Kuko.

Los jefes de mi padre (que ya en una ocasión habían ido de visita a Paraguay para conocer el país y al resto de mi familia), nos habían invitado a cenar al día siguiente. ‘’Dios!’’, que acorralado me sentí aquella noche, dado que mi máscara aún no estaba recuperada del trauma que sufrí, y por lo tanto, aún estaba fuera de uso. Aquella máscara hablaba por sí sola: ‘’Todo muy bien; sí; me encanta; delicioso; perfecto; disfruto mucho de esto’’, y las dos mentiras más gordas que esa máscara podía decir eran: ‘’Estoy bien’’ y ‘’No pasa nada’’. No es que ‘’no me pasaba nada’’, sino que, me pasó de todo! Por suerte, esa cena terminó. La noche se hizo más noche y yo me encontraba en mi habitación, la cual tenía una ventana, por la cual entraba un pedazo de luz, el cual me iluminaba, y me hacía sentir –aún más- dentro de una cárcel. El resto, parecía normal, o por lo menos eso aparentaba. Se hizo de día luego de cuatro horas de ojos cerrados, sin sueños ni ganas, y mi padre había empezado a pensar en los trámites correspondientes para los tres: el documento de identidad, los papeles para convalidar los estudios, y demás. Unos cuantos viajes de medias horas a Tarragona hicieron posible todo eso, como si fuera poco ya el hecho de todo lo que había pasado, debía, ahora, enfrentarme a la desgraciada idea de relacionarme con… personas! (sí, personas de verdad). Trágica idea la de mis progenitores, todo aquello. Trágica idea. Adriana y yo estábamos en una situación embarazosa y desagradable, pero, la diferencia estaba en que ella se acostumbraría, tarde o temprano, a toda aquella avalancha que, en algún momento, iba a atacarla. Ella, sería víctima de aculturación, y nadie podía hacer nada por remediar eso. Mientras tanto, mis padres seguían esperanzados con la idea de traer a Pachy y a Gabriela con nosotros, y fue allí en donde el pánico entró para mí: Pachy. La historia de la vida amorosa de mi hermana mayor, gira en torno a ‘’Caperu’’ (se llama Edgar, pero, era un seudónimo inventado por no se quién, no sé cuándo), su novio desde (prepárense) diez años, sí, diez años. Siempre estuve convencido de que ellos ya estaban casados el uno con el otro, aunque ese compromiso no sea de forma legal ni ‘’formal’’ en sentido de papeles que demuestren todo eso, pero, ése no es el punto. El punto que en realidad me preocupaba, era éste: si el viaje me afectó a mí de la manera en que me afectó, cómo iba a sobrellevar ella el hecho de separarse de la persona con la cual había compartido ni más ni menos que diez años de su vida? Aparte de que, simbólicamente, Caperu estaba ya casado con Pachy, él estaba casado ya con todos los miembros de mi familia. Él es y seguirá siendo el mejor partido que Pachy pueda tener. La idea de lo mucho que todo el tema del viaje le pudiese afectar a ella, me aterraba demasiado. Pero, quedaba claro que era una decisión suya la de viajar o no. Sentía un poco de envidia el ver que ella, ya con una autonomía legal de veinticinco años de edad, pudiese tomar decisiones por sí misma, que era, en el fondo, lo que yo quería y necesitaba para poder salir. Sé que todo lo que mis padres habían hecho, el esfuerzo, el tiempo, y el dinero invertido en ése proyecto, era para –lo que ellos creían- nuestro bien, y me dio muchísima pena el hecho de que eso no haya sido así, y más pena aún, me daba el hecho de que no escucharon lo que yo decía, lo que yo quería, lo que yo necesitaba para ‘’mi bien’’. Exiliado en un continente ajeno, me sentía un ser extraño a todo lo que me rodeaba. Salí unas cuantas veces a recorrer la ciudad, para conocerla. Asumo que eso no era por diversión, sino por la simple necesidad de escapar de aquel apartamento fúnebre que me atormentaba con cada día que pasaba… y se cumplió, así, la primera semana. El exilio me había consumido las ganas de ser, y por ello, necesitaba salir y caminar. Recuerdo que un domingo, muy tranquilo, salí a caminar por las calles solitarias de Valls, eran las dos de la tarde, y el sol estaba fuerte, pero, necesitaba salir, así que con música en los oídos, y un dolor insufrible en el alma, me dejé llevar por el andar que mis pies daban sobre las aceras angostas de la ciudad. Calles cruzadas entre sí me mareaban de vez en cuando, cuando de una acera pasaba directamente a otra sin darme cuenta, y de ésta nuevamente, retornaba a la anterior. Caminé durante más o menos dos horas, dando vueltas, ‘’explorando’’, recorriendo las calles, y al lugar al que llevaban cada una de ellas. Fue aquel día cuando descubrí mi nuevo lugar preferido, luego de recorrer, creo yo, casi todo el pueblo: el cementerio de Valls. Era muy tranquilo y apacible aquel cementerio, y la idea de estar entre un montón de muertos desconocidos, me entusiasmaba, ya que yo estaba muerto, y hasta me desconocía a mí mismo. Permanecí allí, sentado un banco, escuchando música tranquilamente, tuve un poco de sueño, y me acosté en el banco. Que el vigilante del cementerio me encontrase allí acostado no me preocupaba demasiado, mentir era fácil, y dado mi notable estado de ánimo en un cementerio un domingo por la tarde, eso sería más fácil aún. Me sentía cansado, por caminar y por todo en general. Cerré los ojos, y me relajé al compás de la música en mis auriculares, pero no me dormí. Eventualmente, luego de más o menos media hora estando acostado allí, tuve ganas de dormir. Evidentemente, caminar dos horas bajo el sol de un domingo tranquilo, luego de pasar una semana horrible en un lugar desconocido, y a eso, sumado mi estado anímico, estaba cansado. Eran las cinco y doce cuando salí del cementerio, lo recuerdo por el enorme reloj que estaba situado en la punta misma de la puerta. Ése era, desde ya, mi sitio, mi lugar de huída.

Las semanas pasaban lentamente, el Chat con Simón era doloroso, tanto por la calidad del Chat, como por lo que simbolizaba el hecho de estar separados. Todos los días, a las seis de la tarde, mi cita premeditada con el dolor estaba prevista entre cuatro paredes con extraños a los costados. La idea de saber que mi voz viajaba por un montón de señales y cables, para llegar a sus oídos, y que lo mismo pasaba conmigo, me hacía vulnerable. Me era extraña la sensación de dar pasos hacia adelante, conociendo la posibilidad de caerme sobre mi rostro en el suelo. Me faltaban mis amigos, me faltaba el resto de mi familia, me faltaba Simón, me faltaba la vida. En aquel entonces me sentía aun más abatido por la idea del colegio, y lo que todo aquello provocaría en mí. Recuerdo que con mi padre, fuimos a Tarragona, para convalidar mis estudios académicos con el curso de aquí, y almorzando, vi pasar a un grupo de chicos más o menos de mi edad, todos juntos, riendo, y más de uno, saltando por la calle, y pensé: ''lo peor, aún no llega'', y así fue. Un miércoles, a mitad de semana, fue cuando debía empezar las clases en el que sería mi nuevo colegio (que en realidad, era un Instituto) que estaba en la misma ciudad. De hecho, el instituto quedaba tan cerca que iba caminando. Miércoles, a mitad de semana, y según el horario, debía empezar con educación física ya a primera hora, lo cual me hacía sentir muy desganado de por sí. Miércoles, a mitad de semana, y con las clases ya en curso para el resto de los que serían mis nuevos compañeros, yo empezaba lo que sería el primero de bachillerato, el en grupo B con especialidad en Tecnología, la cual, sin darme cuenta, había sido la carrera equivocada para mí, ya que desde el principio del curso, hasta la fecha, ha sido un completo suplicio el llegar todos los días a clase y no entender de qué hablaban, y no solo por lo que simbolizaba el hecho del Catalán como lengua, sino por lo que simbolizaba el hecho de que yo estaba un año y medio adelantado de lo que había estado acostumbrado y preparado para hacer, a eso, sumado que yo nunca había sido un alumno excelente, pero, sí era muy bueno a pesar de los ‘’tropezones’’ académicos que acostumbraba tener, pero de las cuales me recuperaba con creces. Mi preparación académica no estaba al corriente de las clases, de la lengua, de casi nada, y más aun con materias académicas que yo no había hecho nunca. A todo el corte académico que tenía, se sumaba el desgaste anímico que significaba para mí, la idea de no poder relacionarme con los demás, a causa y efecto de la lengua, y lo que significaba más aun: la confianza. En esos momentos yo no necesitaba conocer a nadie, lo que necesitaba era una persona conocida en la cual pueda depositar mi confianza para poder hablar de cosas que realmente importaba: lo que significaba para mí y para mi formación académica el hecho de estar rodeado de personas ajenas y un montón de cosas extrañas, tanto culturales, de costumbres, y más aun en lo académico. Yo tenía (tengo) mis limitaciones para todo, y el instituto era ya una de las principales limitaciones que tenía. Esperando en la conserjería, por fin se acercó una profesora con ropa deportiva. Me saludó, me había pedido mi nombre completo para apuntarlo en su lista. Se llamaba Candela, y era mi nueva profesora de educación física (práctica y teórica). De camino al patio, en donde estaban los demás, habíamos entablado una pequeña conversación sobre mí (la cual me era muy natural), preguntándome de dónde era, mi edad, y cosas así. Llegamos al patio, y lo más llamativo fue que no había un solo lugar verde. Estaba tan acostumbrado a los espacios verdes en Saturio Ríos que me atormentaba (sí, atormentaba) la idea de no tener un lugar cómodo en el cual echarme a leer, o simplemente recostarme para relajarme, como tenía acostumbrado en mi antiguo colegio. Me golpeó la vista todos los espacios de cemento y piedras que había, pero, tampoco podía decir nada. Me presentó a mis compañeros, y fue –por primera vez- un episodio peor que cuando te cantan ‘’cumpleaños feliz’’ y no sabes qué hacer. Obviamente, con cara de amabilidad, di un saludo en general. Un cambio de ropa rápido y comenzamos la clase corriendo alrededor de uno de los dos ‘’campos’’ de fútbol que ocupaban más o menos el setenta por ciento de lo que sería ‘’el patio’’. Me había remitido a correr y nada más, trotar a lengua suelta y correr con el pecho casi parado. Recuerdo que era un ejercicio en pareja que consistía básicamente en que mientras uno corría durante un lapso de tiempo predefinido, el otro contaba y anotaba las vueltas que el otro daba alrededor del campo. Luego de la explicación de Candela para los demás, me lo explicó en español/castellano a mí. Lo había hecho bien, pero, me incomodaba el hecho de no poder intercambiar más de dos o tres palabras por minuto con mi pareja, era un hecho era extraño y a la vez insípido para mí, ya que siempre me había llevado bien con una mayoría en mi entorno social, ya sea en el colegio o en cualquier parte. Entre ducharme y cambiarme de ropa de nuevo para seguir con las demás clases del día, los demás se habían adelantado y me sentía –estaba- perdido tanto de lugar como de sensación. Candela me acompañó a mi clase, y me había explicado el manejo de los horarios de clase, que consistía básicamente en buscar en el horario el numero de aula y el edificio correspondiente, pero mi profesora me había dicho que era mejor que ‘’por ser ésta la primera semana, sería mejor que sigas a tus compañeros a donde vayan’’. Obviamente, no lo hice a la perfección, al parecer. Recuerdo que ese primer día de clases, luego del receso, no soporté y volví a casa, abrí la puerta y me tiré a la cama. Creo que pasó media hora más o menos para cuando mi madre se dio cuenta de que había llegado. Me sentí muy desplazado y sin lugar, y eso me había hecho sentir muy mal, tanto que no salí de mi habitación sino para hablar con Simón. Al día siguiente, obviamente, volví a clases pero, ya estaba preparado en cuanto a lo que al cronograma de clases consistía, sólo era cuestión de prestar atención y concentrarme en… mí. Terminé, recuerdo, la primera semana de clases, y ese viernes tan esperado era una especie de recompensa para todo, aunque me ponía de mal humor saber que el viernes duraba tan sólo dos días. Los días pasaban y el Messenger se hacía cada vez más exquisito a la hora de poder hablar con Simón, y eso me frustraba demasiado, hasta que, luego de unas tres semanas, más o menos, encontramos una mejor forma de hablar: el Skype. Con unas seis semanas para Navidad, treinta días habían pasado, y cada minuto para mí, tenía su equivalencia en horas, y las horas en días, así que, queda claro que los días pasaban como meses. El frío había invadido ya una gran parte de Valls, sus calles angostas reflejaban para mí lo pequeño que somos todos en el universo, pero simbolizaban, en contrapartida, lo grandes que pueden llegar a ser algunas personas (yo no, claro está), sino, muchas personas. La añoranza era cada vez más trágica: necesitaba caminar por las calles tomando a Simón de la mano, poder viajar en un bus casi lleno, haciendo bromas con Gabriela o Pachy, la sensación de libertad con cada tereré en la casa de Claudia se había desvanecido, y las cátedras entre cuatro paredes amarillas, en contraste con el blanco y el bordó, permanecían tan ausentes y fusas en mi memoria. Necesitaba sentirme vivo, anestesiar mi dolor, y fue allí en donde uno de los próximos problemas más graves de mi juventud, había dado su primer paso (ayudado e influenciado por mi dolor y por mí): se hacía llamar ‘’Absolut Vodka’’, y fue (es) mi amiga en momentos de desesperación.

‘’Entre ataúdes enterrados, Kuko encontró la paz, y fue su tesoro preciado en momentos de días grises, lluviosos, fríos y ventosos’’. El gris del cielo que miraba, con la cabeza recostada sobre un banco, me dejaba tranquilo. Pensaba en Simón y en mí, en nuestra vida después de que todo eso se acabe. Mi penitencia en España era lo suficientemente dolorosa, y a pesar de todo, lo estaba sobrellevando bien (dadas las circunstancias). Todo eso, algún día no muy lejano, tendría sus frutos, y la felicidad adelantada que sentía por el simple hecho de imaginarme al lado de mis amigos, y de Simón, me llenaba de ganas, así que, mi cementerio era (es) mi lugar favorito, ya que entre tantas personas muertas, yo estaba vivo, en cuyo caso, me sentía mejor. En casa, las cosas iban relativamente bien: la añoranza nos había tocado a todos de maneras distintas, pero, en los dos primeros meses, se me hizo bastante difícil poder sonreír de nuevo con gracia absoluta y no fingiendo una mueca descompuesta en mi rostro. Las cosas se presentaban de manera estable, a pesar de un leve dolor en la pierna de mi madre, de los problemas de Adriana con el inglés del colegio, y de las horas extras de mi padre. Como expresé anteriormente, las cosas estaban estables, dadas las circunstancias. El tiempo, igual de cruel como siempre y aun más con todo lo que había pasado, transcurría a paso de tortuga, y tan doloroso y decepcionante, como la sensación del conejo cuando la tortuga ganó la carrera. La sensación que me dejaba el tic tac en el segundero no era nada buena, y me atormentaba con cada día que pasaba. Parecía increíble que los días, mientras que para el resto de las personas pasaban rápidamente, para mí pasaban como minutos buscando las doce, y las campanadas de una iglesia cercana a mi casa, me dejaba con la idea de que pasaban las horas lentamente. Y llegó el tercer mes, el mes en el cual, con ya muchísimo tiempo de anticipación, sabía que iba a ser el mes en el cual iba a medir mi resistencia: si en tres meses no me agradaba estar allí, ya no me agradaría para nada. El tercer mes fue la prueba que le hice a Valls, y evidentemente, a juzgar por mi ‘’hoy en día’’, asumo que la prueba la gané yo. Lo más doloroso de mi estadía en España, fue sin lugar a dudas, el hecho de dejar atrás a mis amigos, a Simón, a mi familia, pero, otro hecho que me había hecho sufrir bastante, en paralelo a mis remordimientos a causa del exilio, era mi penosa situación académica. A mediados del tercer mes en el Instituto, me di cuenta de que no se trataba solo de que no tuviese amigos ni ‘’colegas’’, y no se trataba tampoco del simple hecho que significaba el exilio académico, sino que se trataba de que estaba tan perdido entre las cuatro paredes rodeado de veinte personas más, y aún peor: lo que significaba el hecho de sentirme estúpido a causa de mi retraso. La culpa, obviamente, no era mía, pero todo ese coctail de sensaciones me hizo sentir como un extraño, un intruso. Ellos estaban académicamente adelantados y, no bastando eso para complicarme las cosas, se sumaban las materias que yo nunca había tenido. Un año y medio de adelanto académico suponía para mí una razón importante para hartarme del Instituto. Una de las cosas que más me dolía (duele) también, era el hecho de saber que la época del colegio -de la que casi todas las personas hablan con creces y con recuerdos divertidos- para mí simbolizaba un suplicio. Levantarme a las seis de la mañana para ir al Instituto durante siete horas sin aprender ni hablar nada era una razón importante (una vez más) para sentirme perdido.

Los días y las semanas igual de lentas, pasaron. ‘’Derrotado-me, has’’ era mi nueva frase dirigida al exilio y al tiempo. El Skype se tornaba dificultoso en algunos momentos, pero, el resonar de la voz de Simón en los auriculares se quedaba tan impregnado en mi cabeza, que a veces fantaseaba con la idea de hablar y escuchar, cuando en realidad le hablaba a una almohada. A veces me quedaba dormido haciendo eso, abrazando la almohada y contándole todo lo que había hecho en el día. De alguna manera, trataba de engañar a mi cerebro, recreando conversaciones fusas entre nosotros dos (Simón y yo, no hablo de la almohada). Obviamente, más allá de hablar, nada más podía hacer con la almohada, ya que su consistencia no era suficiente y tampoco me emocionaba la idea de ‘’hacerlo’’ con un saco de goma espuma. Durante los primeros cuatro meses que había permanecido en Valls, había conciliado un sueño ligeramente reafirmante, pero, luego las cosas se complicaron un poco más, y fue allí donde mi cabeza se quedó paralizada.

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